Recuerdos otoñales de infancia (por Victor Pastor)

Recuerdos otoñales de infancia (por Victor Pastor)

RECUERDOS OTOÑALES DE MI INFANCIA

 

Qué duda cabe de que el otoño, los otoños, tal como nos tocó vivirlos, al menos, quienes aprendimos a leer, escribir, contar y las cuatro reglas  en las Escuelas de San Francisco, era una etapa curiosamente grata. Se habían despedido las fiestas de agosto “hasta otro año” (¡y qué largo se nos hacía esperar otro San Roque, tras ver retirar los maderos de las barreras apilándolos en el “recogimiento”, trasera del cuartel!); pero, menos mal que, en esperanza, no había desaparecido todo lo bueno que el calendario, año tras año, repetía al inaugurar esta estación climática. Al poco tiempo de comenzar el curso escolar se olfateaban otros ratos de disfrute que amortiguarían el adiós a las vaquillas y a la música de la banda de Oyón siempre amenizando nuestras fiestas, en un rústico tablado sombreado con ramas de chopo.

En el otoño, la vida, el disfrute y curiosidad para grandes y pequeños venían provocados por la variedad de productos del campo arqueño o de pueblos riberos de la zona media que venían a vender sus frutos.

 

Las tareas cerealistas ya habían concluido para las fiestas y, si no, un poco más tarde, aunque los cereales no eran las únicas cosechas de Los Arcos y, para los chicos, sin duda, los frutos otoñales estimulaban cuanto tenía relación con el gusto, olfato y tacto, comenzando por el “enverado de la garnacha”, cuidando que la viña no estuviera “apreciada”.

 

¡Qué mercado tan colorista resultaba la Plaza de Santa María! Montones de pimientos en distinto grado de maduración y clase (del pico, de cuerno de cabra para ensartar, de cristal, morrones, aunque los “del piquillo” todavía no tenían esa denominación distintiva, las bolas amarillas para escabeche) provenientes, sobre todo, de Mendavia, eran el reclamo para las amas de casa. Previamente los mercaderes habían satisfecho la contribución municipal al alcabalero en el “peso real”, ubicado en la calle a la que dio nombre, bien barrida por el cierzo, donde hoy se encuentra el dispensario de sanidad.

Los pimientos solían comprarse por cientos, a diferencia de las barquillas de tomate que se pagaban a peso. Luego, tras el asado o cocido de la preciada mercancía, vendría el embotellado casero o el embotado por los herreros Langarica o Zudaire que disponían de máquinas embotadoras a nivel familiar.

A los chicos, éramos tantos en cada casa, nos solía tocar arrimar las ascuas a los pimientos y, tenaza en mano, evitar que se quemaran más de la cuenta. Había que atinar bien el punto de asado.

 

Otros montones de frutas resultaban más dulces: los melones de Mendavia o de La Monjía recibían las caricias y apretones de los interesados, quienes, a simple vista y tras “empesarlos”, ajustaban un precio con el cosechero, éste siempre atento a que alguien, entre chanzas, no hiciera un regate futbolístico con alguno de los ejemplares del montón rodeado por la clientela.

Los melocotones de Sartaguda, siempre con fama de buen género, entraban por la vista y el olfato. Y es que la fruta, entonces, se cogía más en sazón para un consumo casi inmediato.

 

Mientras tanto, junto al normal murmullo de compradores, destacaban las voces pregoneras de la mercancía, alabando la bondad y precio muy asequible de lo puesto en venta. Recordaban a las madrilleras mendaviesas  con los barbos y madrillas del Ebro.

 

Pero con todo y ser esto muy grato a los sentidos, nos venía mejor, quiero decir que se acomodaba más a nuestros gustos y hurtadillas, coger nueces en los nogales de las carreteras, aunque tampoco quedaban libres de pedradas o meneos de ramas los nogales que pudiéramos topar en las viñas al coger hierba para los conejos (esta sí era tarea de chicos, al menos los que éramos pobres, tras salir de la escuela y merendar pan con una pastilla de chocolate Pedro Mayo).

 

¿Qué decir de los almendrucos?  Desde el Calvario a Zobazo, de Valdefuera al Molino, de Carralcarro a Baurin, las Cuestas, Cardiel o Churramelá (sin olvidar los de Perguita o los Cascajos), es decir a todo lo largo y ancho de cuantos términos comunales se divisan desde el Calvario o la Atalaya, ponían a nuestro alcance caer en la tentación del fruto ajeno. Como en el campo tenías a mano cualquier “grijo” o trozo de yeso, parte de la merienda estaba asegurada, cuidando, claro está, que el guarda no te echase el alto.

Pero cuando los disfrutábamos sin miedo y comodidad era el 7 de octubre, día de la Virgen del Rosario. Al pasar la procesión delante de las Escuelas de San Francisco, los chicos nos metíamos al patio. Allí, ordenados en filas, subíamos a la escuela donde los  ricos del pueblo, dueños de numerosos almendros, nos obsequiaban con unos puños de almendrucos.

 

Otra cosecha, hasta festiva en el talante de dueños y jornaleros, era la vendimia, casi por excepción de las pocas labores agrícolas en que las mujeres, mozas y madres jóvenes de Los Arcos, tomaban parte. Los mocicos, por descontado, echaban una mano a los de su casa o vecinos “a trocapión” (hoy trabajo de peón para ti, tú lo harás mañana para mí).

Cualquier chico, al salir de la escuela camino de casa, podía pedir con toda tranquilidad una uva (es decir, un racimo) de las comportas repletas antes de vaciarlas en el lagar. Y el pisado de la uva (hoy testimonio folclórico), era ocasión de saborear el mosto y ser obsequiado con alguna cantidad para hacer arrope y mostillo. ¡Qué meriendas tan ricas con pan chozne!

Tras el oportuno tiempo de fermentación y sangrado de los lagares, venía el prensado del orujo. Por cualquier calle, puesto que en todas había bodegas familiares (no existían cooperativas o bodegas de marca familiar registrada)  se respiraba el típico olor a brisas, la pasta del hollejo y raspa de la uva recién prensada. La cosa no terminaba ahí: siguiendo la cadena de producción ecológica, esas brisas se trataban en la alcoholera para extraer el alcohol. Como el lavado de los tinos siempre dejaba rastros de alcohol, aunque estuviese muy diluido, su vertido al río provocaba un momentáneo emborrachamiento de los peces del Odrón; tras un mal rato pasajero los pececillos revivían tan pronto se había alejado el vertido.

 

Tampoco pasábamos de largo ante las higueras. En el paraje, conocido en nuestro mundillo como “Las Higuerillas”, junto al río y no muy lejos de las “Tanerías”, te topabas con cantidad de pajarillos insectívoros que encontraban allí copiosa despensa vegetal, mosquitos, avispas y otros insectos.

 

Visto y experimentado todo lo dicho, y más, ni se nos pasaba por la mente ir a la tele. Nada señalo referido a juegos propiamente dichos, que los había y muy variados.

 

 Sin duda, otros quintos o quintas de mi tiempo o años próximos, sumarían otros muchos sucedidos de su barrio, ya que éramos un poco distintos, los “de arriba” de San Francisco de los de “abajo” del convento. Queda hecha la invitación a sumar relatos “ad perpetuam rei memoriam” ( o sea, para que no se olviden).

 

Victor Pastor Abaigar

 

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