Las fiestas de antaño

Las fiestas de antaño

 

Como quien no quiere la cosa, mi mente e imágenes grabadas en la retina se replegan a los años de la niñez, en que las fiestas, por las circunstancias, se vivían con una fruición inusitada. ¡Vaya crisis que nos tocó vivir! Entonces, como ahora, el Coso era el centro de los festejos populares, comenzando por el encierro de vaquillas, tempranero y silencioso, traídas al trote de mansos y caballo del mayoral, desde la curva de La Balsa y olivar de Olondriz. El cabo de guardas y alguaciles uniformados eran los mantenedores del orden y, lógicamente, la sensatez de los vecinos que no querían ver dispersada la ganadería por olivares y viñas.

            Le seguía, a media mañana, la primera tienta del ganado. Por la tarde, el plato sustancioso y más duradero, era el de las imprescindibles vaquillas, con los espectadores subidos en carros y galeras (los chiquillos, a gatas, por debajo) o, si tenías más aguante, encaramado en las propias vallas o junto al tablado de los músicos. Ya oscurecido, se animaba la chiquillería con la quema de unas gavillas de aulagas (nosotros las conocíamos como ollagas). El espectáculo permitía a los chicos  lucir la capacidad de salto ante la lumbre, similar a cuanto hacen primitivas tribus, aunque fuéramos un pueblo ilustrado en toda la comarca y parte del extranjero. Siempre el contacto de fuego y hombre han estado presentes en la civilización.

            La iluminación eléctrica, extraordinaria para los tres días de fiestas, la proporcionaba un o, mejor dicho, “el bombillón”, colgado en mitad del ruedo, a la altura de la cucaña. Poder verse las caras era algo formidable, no como cuando ibas a comprar vino y encontrabas a los hombres de chiquiteo en la casa que había abierto la cuba en venta. Aquellos hombres, tocados con su boina ya trabajada, (¡y tanto!), como dirían eufemísticamente las mandas testamentarias al referirse a ropas usadas dejadas en herencia, podría pensarse en rostros sacados de las pinturas negras goyescas. Pero, aún quedaba lo mejor del festejo, lo más llamativo y ruidoso, la guinda del pastel: las ruedas de fuegos artificiales, preparadas por el güetero, a los pies de la Casa de la Villa.

 

Victor Pastor Abaigar

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